Para completar el
artículo anterior, transcribo el texto que Roberto Bolaño dedicó en su obra
Entre paréntesis al libro
84, Charing Cross Road, de Helene Hanff:
84, Charing Cross Road
Lunes 16 de diciembre de 2002
Hace no muchos años vi una película en la tele, basada en el libro “84, Charing Cross Road”, aunque yo por entonces no tenía ni idea de que el libro existiera. Era muy tarde, cerca de las cuatro de la mañana y la película estaba empezada. Aun así, me pareció magnífica.
Decir que era sobria y contenida es caer en un recurso fácil: lo era, pero eso evidentemente no era lo más importante, ni siquiera el que sus actores fueran buenísimos. Su principal virtud, al menos eso me pareció aquella única vez que la vi, era su carácter de obra abierta, de boceto lo suficientemente estimulante como para que el espectador rellenara los vacíos con dos o tres o diez películas mentales que nada tenían que ver, al menos en apariencia, con lo que sucedía en la pantalla.
Las mejores lágrimas son las que nos hacen mejores y las que no se alejan demasiado de la risa.
Hace poco me topé con el libro, “84, Charing Cross Road” (Anagrama, 2002), en el que se inspiraba la película y, contra lo que suele suceder, el libro me pareció aun mejor. Su autora es Helen Hanff y el volumen en cuestión, que tiene menos de cien páginas, está constituido por las cartas auténticas que la señorita Hanff, neoyorquina, pobre, judía, aspirante a escritora, le envía a un librero de Londres en los años posteriores a la segunda guerra mundial.
Las cartas, al principio, tratan exclusivamente sobre temas bibliófilos, pero la señorita Hanff no tarda en inmiscuirse en la vida de todos los empleados de la librería. ¿Cómo se inmiscuye? Pues enviando regalos “necesarios”, cosas como huevos en polvo (primera noticia: no tenía idea de que alguna vez se hubieran comercializado huevos en polvo), jamón, azúcar, café, hasta, pasado el tiempo, regalos no tan necesarios, como medias de nylon para las empleadas y para la esposa del librero. Regalos que emocionan a los ingleses (que tienen muchas cosas racionadas) y que emocionan al lector y que establecen una especie de hermandad entre la señorita Hanff y sus amistades epistolares.
Por supuesto, los ingleses también empiezan a enviar regalos a la señorita Hanff: colchas o manteles, libros raros, fotos. Llegado a este punto, el lector, para no quedarse atrás, se pone a llorar y en esas lágrimas, si uno quiere perder el tiempo observando sus propias lágrimas, algo nada recomendable, puede encontrar el oscuro mecanismo de ciertos textos de Dickens: las mejores lágrimas son las que nos hacen mejores y las mejores lágrimas, asimismo, son las que no se alejan demasiado de la risa.
Hay algunas otras curiosidades en el libro de la admirable señorita Hanff (Filadelfia, 1918-Nueva York, 1997). Por ejemplo, el hecho demostrable de que jamás compraba un libro sin haberlo leído previamente en la Biblioteca Pública, es decir, estamos ante una gran relectora más que ante una gran lectora. Y otra más: su absoluto desdén por la ficción, que sólo con los años se fue atemperando. De esto último buena prueba es “84, Charing Cross Road”, en donde tanto las cartas de ella como las cartas de sus corresponsales londinenses son, contra lo que en ocasiones pudiera llevar a engaño, completamente auténticas.
Un último detalle: la librería Marks & Co, que se ocupaba de libros usados y que atendía a sus clientes en el 84 de Charing Cross Road, ya no existe. Pero sus buenos precios, su profundo buen hacer en materia libresca y la gentileza de sus empleados perviven en este libro como ejemplo para futuros libreros y librerías, dos especies en peligro de extinción.