Son las 3:44 horas del sábado, 29 de septiembre de 2018. No puedo dormir. Ayer, a las 9:44 horas, publiqué la última entrada en este blog. La escribí la noche anterior, antes de irme a dormir, pero la programé para compartirla por la mañana. Cuando me fui a la cama no podía imaginar que esta madrugada, apenas unas horas después, estaría sentado delante del ordenador, sin poder dormir y triste, muy triste.
Una de las mejores personas que he conocido en mi vida, mi abuelo Ismael, murió ayer viernes a mediodía. Sí, era mayor. Sí, es ley de vida. Y sí, era evidente que más pronto que tarde se marcharía. Pero todo eso no mitiga la pena que siento en estos momentos.
No soy de mostrar mis sentimientos ni de compartir cosas como esta. Pero ayer escribí sobre lo mucho que me ayuda la escritura a superar las limitaciones que me causan cuestiones que no vienen al caso (y que cuando escribí esas líneas nada tenían que ver con lo ocurrido horas más tarde) y tal vez por ese motivo he saltado como un resorte de la cama y he decidido rendirme al insomnio y sentarme a escribir un rato.
No hay guion, no hay mensaje, no hay nada. Estoy triste y punto. La parafernalia típica de estas cosas ya está en marcha: papeleo, traslado al tanatorio, visita de familiares cercanos, de familiares lejanos, de desconocidos, de personas que querían mucho a mi abuelo, de personas a las que mi abuelo les importaba un pimiento pero tienen que cumplir, responso, traslado al cementerio, incineración, colocación de la urna con las cenizas en un columbario familiar, etc.
Y aquí estoy, en plena madrugada, deseando que todo acabe y con una pena terrible por la despedida. Pese a que ha ocurrido todo muy rápido, pude despedirme de él y acompañarlo hasta el final, agarrado de su mano, hablándole sin saber si podía escucharme y preguntándome una y otra vez qué demonios podía estar pasando por su cabeza en esos momentos.
Pese a no poder hablar, sentí que me estaba escuchando. Presionaba levemente mi mano con la suya como única respuesta mientras yo le decía que estuviera tranquilo y que estaba con él. No tengo ni idea de qué intentaba decirme, pero conociéndole estoy seguro de que no sería algo muy diferente a ahora debes estar tranquilo, estaré bien, cuidaos mucho y sed felices.
Cuando todo acabó sentí ese vacío que todos sentimos cuando perdemos a un ser querido. Desde ese momento, y pese a que intento racionalizar lo ocurrido y entender, como dije antes, que era mayor y que la muerte de una persona mayor es ley de vida, hay cuatro palabras que no dejan de martillear mi cabeza, repitiéndose una y otra vez como un mantra negativo del que no me puedo desprender: no va a volver.
Y es que era mi abuelo, joder. Y era una persona buena, profundamente buena. Un hombre sencillo, de pocas palabras, de una bondad infinita, que disfrutaba de las pequeñas cosas como no he visto hacerlo a nadie en mi vida y que siempre hizo la vida más fácil a los demás. No tengo ni idea de si hay algo después de la muerte, pero de haberlo sé que él estará disfrutando de todo lo bueno que haya más allá, junto a mi abuela y mi tío (otro Ismael), que murió siendo un niño.
Algún día, abuelo, volveremos a ver juntos algún partido de tenis. Algún día, abuelo, volveremos a ver juntos algún partido del Betis. Algún día, abuelo, volveremos a echar una partida de dominó y me ganarás, como tantas veces hiciste. Algún día, abuelo, volveremos a pasear juntos por las calles de Guadalcanal. Nunca olvides (sé que no lo harás) las palabras que te dije hace unas horas, mientras apretabas mi mano con la tuya.
Si de verdad la escritura me ayuda a superar malos momentos, ahora me es imposible encontrar uno peor que este. La pena, como es lógico, sigue aquí conmigo. Pero el desahogo mediante la escritura es una terapia efectiva y sí, creo que en parte ha funcionado. Es el momento de intentar dormir un rato. Hoy va a ser un día largo y debo descansar. Me voy a la cama. Buenas noches, abuelo.